El Gorro

-\»¡Tú no sabes lo que es el sentido del ridículo!, ¿verdad?\», casi me grita, al tiempo que su cara se enrojece por segundos.

-\»Y a ti no te ha dicho nunca nadie que cuando no se tiene nada agradable que decir es mejor callarse\», replico en tono meloso.

Miro sus ojos inyectados en sangre y compruebo con satisfacción que su enfado crece a la par que mi indiferencia. Dicho lo cual, le ofrezco mi mejor sonrisa y salgo a la calle dispuesta a bailar La Flor de la Canela con el patito feo, si se presta.  

Hasta ahora todo fluye según lo ha orquestado en mi mente, pero la realidad es bien distinta. Cuando lo escuché sentí vergüenza ajena, así que me hice la tonta para comprobar si aquel sujeto era capaz de volver a repetirme lo mismo y, ¡vaya si lo hizo!

-\»¿A qué te refieres? No te comprendo\», le digo algo incrédula.

-\»Si no me entiendes, ¡mírate al espejo!\», asiente con sarcasmo.

Decidí entonces que no iba a darle el gusto de entrar en su juego. Y así, simplemente, lo ignoré. Dice la sabiduría popular que el mejor desprecio es no hacer aprecio. También que no ofende el que quiere sino el que puede. Opinar es fácil, pero ¿y si el protagonista de este cuento fueses tú? …

Tropiezo con un niño, que cuelga su mirada en mi cabeza. Alza los brazos para intentar cogerlo. Parece contento. La mujer que acompaña al infante se une a la fiesta y así, continúo mi marcha hacia la tienda. Un barrendero al que siempre saludo, ya es habitual en mis recorridos, asiente burlón:

-\»¡Qué gracioso! Pareces una cría\».

Agito mi mano para saludarlo y entro al local. El anciano me mira y atiende mis demandas. Cinco euros en chuches para pasar la tarde frente a la pantalla. ¡Azúcar en vena para mis neuronas! Al regresar tropiezo con sus ojos, que me observan desde la misma tarima de superioridad de antes, que siempre me sabe a burguesa. Mas no contenta, me deleito frente a la cristalera para que su escrutinio sea completo. 

Lo retiro con cuidado para no despeinarme. Tampoco quiero dañar los botones o que se caigan al suelo. Cosidos a la lana simulan los ojos de un oso. Repaso lentamente con los dedos el perfil de sus labios hilvanados en hilo carmesí sobre gris marengo, como el interior de sus orejas. Todavía conservo su calidez en las mías. Me acaricio la derecha con una mano y, mientras, lo dejo sobre el perchero. 

Antes de que abra la boca le ofrezco la bolsa de dulces. Hago un esfuerzo por contener la risa cuando sus dedos atrapan las gominolas, que engulle de un bocado.

-\»¿Tienes más?\», pregunta con cara de osezno.

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