Uno más alto, estirado como goma de mascar, y el otro redondo, orondo como el tronco de un olivo centenario. Ambos permanecen a escasos metros del cauce, al parecer ocupados en hallar cantos para lanzarlos al agua y medirse en sus lances. Días atrás un pescador se probaba ante ellos. En cada movimiento remataba sus pensamientos como poseso. Después de varias horas, el larguirucho rompe el silencio. Le habla de una mujer. El otro asiste atento al monólogo, embelesado por la historia de esa protagonista a la que llama mamá.
“Ella siempre me tranquiliza, me brinda sus brazos cuando los demás se ríen y me cuenta historias antes de que me duerma. A veces hasta me deja ponerles nombres a los personajes y animales que inventa”, dice el desgarbado con la mirada detenida en sus pensamientos. Los gritos del viejo lo callan de golpe mientras que el enano sale al galope como un caballo desbocado. Distraído en la carrera no repara en los cromos, que desde sus bolsillos se precipitan al suelo. Tampoco ve a una mujer que sigue su rastro a distancia como hace la rapaz con su presa.
Al llegar a la altura del imponente edificio, Blas frena su huida para beber agua de un grifo. La negrura de sus uñas contrasta con la leche de su carne, que se desparrama en dobleces bajo una camisa, hasta dos tallas más diminuta que su cuerpo. El pequeño entra en el pabellón central para acceder a los dormitorios. Enfilados como en serie, una treintena de catres guardan el sueño de sus hermanos. Se cuela entre las sábanas con los ojos entreabiertos mientras Margarita hace la ronda. Nadie repara en la tierra del dobladillo de su falda ni en el barro que ensucia el mármol con cada uno de sus pasos. Son horas de siesta en el hospicio, la imaginación trabaja a toda máquina más allá del cielo onírico que pintan las vigas del techo.
El infante mordisquea un trozo de chocolate escondido bajo la almohada, a salvo de gulas ajenas. El corazón se le acelera al ver una tarjeta de su álbum de fútbol boca arriba sobre el granito. Es la del jugador del Manchester. No sabe cómo ha acabado en manos de esa bruja, el ama de llaves que nunca le dedica una palabra amable. Todo son reproches, malas caras como si su pequeña presencia la irritase. Al rato suena el timbre y sus cómplices de aventuras lo arrastran hasta el patio de juegos.
La tarde siguiente regresa al río en busca del joven que conoció la víspera. Se le hace como un hermano mayor que le muestra el mundo. Quiere que le cuente más sobre su madre. Óscar no lo defrauda y se detiene en el olor de su nuca, en el tacto de su piel, en la calidez de sus manos … Ya casi al ocaso, ambos se han puesto al día, y el desgarbado lo acompaña hasta el orfanato. “Te he estado hablando de ella y, seguramente, ya la conoces. Hola madre …”, asiente al besar al ama de llaves, quien muda observa al más pequeño, que corre despavorido a lanzar cantos al río, aunque esta vez el juego tiene un objetivo: matar a su madre en vida, oculta bajo el traje de ama de llaves del orfanato, Margarita.
Me ha gustado mucho. Así son las cosas, besitos.
Muchas gracias. Me alegra que lo hayas disfrutado. El próximo más y mejor. Un abrazo.
Ohhh, vaya historia, el final inesperado. Me ha gustado
Me alegro de haberte sorprendido. Saludos.
Como siempre es una maravilla leerte. Un abrazo.
Qué bonito, tierno y triste al mismo tiempo. Me ha encantado
Me alegro mucho. Muchas gracias. Creo que es lo más parecido a un cuento.
Muy bonito. Es interesante y original.