Felipe El Negro

No sentía el calor de la lámpara de los interrogatorios en su testa, pero adivinaba unos ojos ocultos y atentos a sus movimientos. Todavía aturdido, no terminaba de recordar cómo había llegado hasta allí. Tenía la cabeza como una olla a presión. Seguramente aquel sería un madero hijo de puta que lo había pillado desprevenido. La estancia era lo más parecido a un zulo, como esos que se gastan los terroristas en los secuestros. En estas andaba cuando sin previo aviso, se abrió una puerta y una desagradable voz masculina -algo ronca-, sacudió sus sentidos:

—¡Qué, canalla! ¿Quieres candela?

 Alzó la vista y tropezó con la cara del tipejo en cuestión, una mole que pesaría más de cien kilos lo miraba con los ojos inyectados en sangre. El hombre debía sumar unas cuarenta primaveras, pero su voz le olía a rabia contenida. Lo observaba relamerse mientras sacaba a pasear la lengua entre sus colmillos como un perro. Tenía la misma pinta que esos canes adiestrados para matarse en peleas clandestinas, donde las voces jaleantes se funden con el sudor y las apuestas. La violencia se podía palpar en el tono de aquel sujeto. Dejó correr el silencio y, pasados unos segundos, contestó con lentitud:

—Conozco mis derechos.

Nada más oír su respuesta, aquella bestia se abalanzó sobre Felipe El Negro alzando su mano en un puño, que acabó contra la pared de la cueva por la fuerza del envite. El gitano, que se había agachado para evadir el golpe, ni se inmuto. Por el contrario, sonrió para sus adentros al observar por el rabillo del ojo, como su oponente hacía lo imposible por disfrazar el dolor del puñetazo todavía tierno. Le pareció que la vena del cuello iba a explotarle de un momento a otro.

—Lo dejaste hecho un colador. Murió desangrándose como un cerdo por los pinchazos de tu navaja. ¡So animal!—,le gritó agarrándolo con fuerza por el pelo.

La punzada del tirón en su sien le impedía urdir cualquier estrategia. Una cuchillada de frío le rebanó de repente las rodillas al caer al suelo arrastrado por aquel saco de grasa. Ya fuera del agujero, lo dejó libre antes de patearle el trasero con unas botas negras con las punteras rematadas en metal. Aquel payo debía calzar un cuarenta y siete, a juzgar por el tamaño de la tunda de palos que estaba recibiendo.

Al echar un vistazo a su alrededor, observó que el corredor moría en un patio ajardinado. Fue entonces cuando se percató de que aquel púgil no era de la pasma. Un hormigueo atravesó su espalda al reconocer el claustro del convento. Después, un sudor helado atizó su nuca al descubrir los ojos de su antiguo verdugo en aquella fiera. Ya no había lugar a dudas. Era uno de los bastardos del proxeneta del pueblo. Tenía la misma mirada que, noche tras noche, se repetía en sus pesadillas. 

—Hazlo rápido. Acaba con este hijo de perra—, oyó decir a una vieja, cuya voz le resultó inconfundible. Era la madre abadesa, con ese tono siniestro, que permanecía alojado en su mente desde la infancia. La reverenda no era más que una ramera, una concubina más del cura, quien hacía horas que estaría asándose en el infierno.

Felipe El Negro se sentía acorralado. Estaba en manos de otro sádico, que lo había atrapado como a un conejo cuando huía campo a través, tras liquidar a ese hijo de Satán  en la plaza del pueblo. El pánico se apoderó de su alma sabedora de su destino. No en vano lo habían criado aquellas monjas, beatas de galería, expertas en hacer tragedias y dramas con vidas ajenas.

En cuestión de segundos volvió a sentir el peso del clérigo, que desprovisto de su alzacuellos, se restregaba contra su cuerpo. Una humedad le caló los pantalones. Conocía esa sensación. Era miedo, el mismo que sobrecogía sus carnes durante los años en que aquel hijo de perra mancilló su inocencia, antes de ser adoptado por un matrimonio de clase media.

Su mente regresó a los muros de aquella construcción religiosa, hecha de lamentos, de mártires en manos de la crueldad de unas bestias, que se amparaban bajo el manto de la Iglesia. El persistente sonido de una sirena, que parecía estar cada vez más cerca, lo sacó de su ensimismamiento. Con la garganta seca y las manos sudorosas, el gitano veía su final más próximo.

Justo cuando vio la hoja de un cuchillo camino de su yugular, se escuchó una retahíla de disparos al aire.

—¡Policía, manos arriba!—, distinguió la voz del Comisario, quien dirigiéndose al gitano le espetó: — Negro, esta vez sí acabas en la trena. Una lástima. Si hubiésemos llegado a tiempo sería el cura el que moriría entre rejas.

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