Valquirias entre las sábanas

Cuesta de El Batel. Cartagena.

Casi está a punto de amanecer. Olga se fue hace tres horas y aquí sigo, despierto en la cocina con los resultados de la biopsia entre los dedos. Sobre el hule de plástico de la mesa, la pistola de mi padre aguarda su momento. Desde el dormitorio me llega la música de ‘La Cabalgata de las valquirias’, esa pieza musical de Wagner que orquestamos de madrugada entre las sábanas de mi cama.

Me prometí a mí mismo que el día en que Olga fuera mía, podría abandonar este mundo y, ahora, temo más a ese instante que al tumor enquistado en mi pecho. El momento final y, no por miedo a la muerte, sino por el temor que me inspira no volver a ver a mi amada. Ya no es aquella jovencita pizpireta ni tan siquiera una señora de buen ver. Ahora es una auténtica abuela, aunque aún conserva esa chispa especial que hace su mirada única y su sonrisa lo más parecido al maná, salpicado de experiencias. Hace más de medio siglo de nuestro primer beso y hoy, por fin, he cumplido mi sueño.

El caso es que cuando estoy listo para dejar este mundo con los deberes hechos, mis deseos se ven truncados de nuevo por causa de Olga. Primero fue su decisión de elegir a Miguel, la que convirtió mi amor en platónico. Ahora, por el contrario, son sus primeras palabras al abandonar mi lecho, las que nublan mi pensamiento. “Volveremos a vernos”, me ha dicho antes de abandonar mi choza. Y es esa promesa de goce la que frena mis ganas de irme con San Pedro, en este momento en el que me siento completo.

El aroma del café negro recién hecho, que fluye dentro de esa pieza de acero, envuelve mis sentidos entretenidos con el canto de los pájaros, que sobrevuelan mi calle con las primeras luces del alba. Casi sin darme cuenta tomo en mis manos el revolver dispuesto a ejecutar el veredicto, que tiene algo de sabor a leyenda como la heroína que hace unas horas entonaba su melodía de júbilo en mis sábanas. No es un sueño, aún estoy vivo y Olga ha sido mía, me repito.

La silueta de mi cuerpo desnudo se proyecta en el cristal de una de las piezas del mobiliario de la cocina. En unos meses o de Olga a la muerte en un solo disparo. Si ella conociera mi intención de desaparecer después de amarla, se habría llevado el arma. Le quito el cierre al seguro con el propósito de cumplir mi condena, animado por el resplandor de las canas de mi pelo, que me anuncian que estoy más cerca del sueño eterno.

Si me quedo y aguardo el regreso de Olga, este sortilegio de amor que ha fluido en mi mente durante décadas, se transformará en una suerte de quimera. Será que he perdido la razón. Puede que las últimas horas con Olga hayan boicoteado mi cordura. Cierro mis ojos mientras aprieto el gatillo para liberar mi alma, cautiva durante décadas de mi pasión obsesiva por ella.

La pieza de Wagner concluye justo en el instante en que el tono de mi teléfono me avisa de un nuevo mensaje. Sonrío al ver tu nombre en la pantalla. No podía ser de otro modo, quién sino podría acompañarme en estos últimos segundos de mi despedida …

—Amor ni lo intentes. Encontré el arma en el cajón de la cocina cuando me pediste agua. Tengo miedo de que vuelvas a abandonarme. Siempre tuya, Olga.

Sorprendido por la franqueza del verbo de mi alma gemela, me abstraigo en el recuerdo de las últimas horas juntos. Suena el timbre de la puerta, así que corro al baño a por un batín con el que cubrirme. ¿Quién se atreve a importunarme en este momento?, barrunto mientras descubro tu rostro tras la mirilla.

—Abre, traigo las cenizas de Miguel. Vamos a despedirlo.

Al entrar en la cocina, Olga ve la pistola de mi padre sobre la mesa.

—Sé lo del cáncer y vacié el cargador—, me muestra cinco balas en la palma de su mano mientras me ofrece sus brazos.

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