Escalera barroca. Universidad Pontificia de Salamanca.
Martín entra en el aula despacio. Siempre anda a paso ceremonioso cuando se dispone a dar una charla. Ya en la tarima posa el maletín en la mesa y, sin mirar al respetable, pasea su mano por la pizarra haciendo círculos con la gamuza que siempre guarda en el bolsillo. Aunque su oficio son las letras, su vestimenta es más propia de un científico. Einstein, ese es el apodo que su uniforme le ha granjeado entre sus colegas del campus.
Acostumbrado a trabajar en soledad, al joven le asalta el pánico escénico cada vez que el rector le pide que salga al ruedo con un nuevo taller. Por ese motivo, suele embutirse en la bata blanca de su laboratorio creativo, como denomina al frío despacho en que sueña otras vidas. Se trata de una muleta simbólica que le aporta seguridad.
El respetable parece ignorarle. Se siente invisible entre las charlas y el alboroto que sacuden el hemiciclo. Aún no comprende la cruzada de su superior por abrir la mente de los estudiantes, a toda hora enfrascados en darle a la sin hueso. Fiel a su ritual, Martín busca con movimiento exquisito el ejemplar de bolsillo de Romeo y Julieta que atesora en su maletín. Contiene el aire en su pecho, no halla el libro de Shakespeare y, ya punto de tirarse de la calva, tropieza con el borrador de su obra.
Nadie va a notar la diferencia, sospecha mientras sustituye la lectura del dramaturgo inglés por el manuscrito de su novela, que atesora oculta en el maletín de piel de camello. Su olor le transporta al Sahara donde su alter ego se instaló hace ya varios unos meses, los mismos que han pasado desde su debut como docente. Y así desapercibido entre los tuaregs del desierto, el maestro no advierte la atención de sus alumnos, quienes absortos por la figura del protagonista permanecen embobados en su discurso, presos del conjuro de alguna tribu nómada.
Siente como si el tiempo se hubiese detenido y solo cuando la campana rompe la monotonía del tiempo, para anunciar el ansiado descanso entre las clases, se percata del silencio que lo ha precedido. Su estupor coincide con los aplausos de los estudiantes. Sin dudarlo se alternan en ‘tempos’, como los instrumentos de una orquesta y rompen en vítores. Abochornado ante la respuesta a su oratoria, el maestro metido aún en su piel de escritor, parpadea boquiabierto. A los pocos segundos, sale por la puerta con el rostro tiznado en bochorno.
Una vez en casa, Martín no comenta lo ocurrido con su mujer. La vergüenza aún reside en su memoria, así que sueña con que ese recuerdo entre pronto en el olvido para regresar a su rutina. Luisa lo mira de reojo y sonríe para sus adentros. Sabe que es solo un pequeño avance, pero por algo se empieza. Además, él ni se ha percatado de su presencia en el aula esa mañana, así que le escribe un mensaje al rector dándole las gracias por el gesto. Si Martín supiera que ha sido ella la responsable de la desaparición del libro de Romeo y Julieta. Su propósito era dejarlo sin más recurso que el borrador de su novela para cumplir las directrices del rector, cómplice de su plan.
Al día siguiente pasa media mañana enfrascado frente al folio en blanco. Ni se acuerda de si tiene alguna clase pendiente por lo ausente que está de la realidad. Tras el ventanal del despacho, la lluvia azota en forma de tormenta los muros de la institución, pero Martín está puliendo su sable en el interior de una jaima.
El sonido del teléfono le obliga a regresar de golpe a la realidad. De nuevo, el insigne e ilustrísimo le pide que haga un paréntesis en su asueto para un taller del todo improvisado. Esta vez es en el salón de actos de la universidad. Martín no advierte diferencia en el cambio de escenario. Para él no deja de ser un nuevo reto que tiene que enfrentar.
A su pesar se levanta y, sin desprenderse de su bata blanca, abandona el despacho tentado a entrar a la sala de profesores por si alguno de sus compañeros tiene ganas de lucirse ante el claustro. Normalmente, esas reuniones suelen ser multitudinarias y la perspectiva no le seduce en absoluto.
Al igual que la víspera, el profesor atraviesa en silencio la puerta del salón de actos aferrándose a su maletín parapetado en su axila. No despega la mirada de las piezas del parqué del piso, como si su mente se encontrase ausente y a miles de kilómetros, en otro continente. Está tan distraído que no ve la pizarra instalada en el escenario. Con su inseparable gamuza, hace desaparecer los restos de tiza. Sus movimientos son lentos, circulares, como si estuviese siguiendo un guión más de su modus vivendi. Sin embargo, esta vez es reincidente y, sin pensarlo siquiera, declama unos versos de William Shakespeare.
Me ha encantado, ese profesor lo que tiene que hacer es seguir escribiendo: igual que tú! Un abrazo, preciosa
Con marineros como tú entre la tripulación que me acompaña en este mi océano literario es un lujo intentar mejorar cada día. Mil gracias por tus palabras Asunta. Un abrazo amiga.
¡Qué bello, María Jesús!
Gracias por leerme
Súper interesante relato, te deja deseando continuar…
Seguiré escribiendo.
Qué grandes recuerdos!
Un honor que me leas. Saludos
Muy buenas. Gran trabajo, María. El lenguaje empleado y la manera de narrar denotan un estilo incipiente que promete ser formidable. Este es el inicio de algo diferente, un temblor o una llama que chisporrotea ante los ojos asombrados de los lectores. ¡Suerte y seguimos!
Tus palabras son un acicate para mí. Muchas gracias maestro. Seguiré escribiendo. Gracias por acompañarme en mi viaje.