La sombra

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Máscaras en madera tallada.

Nunca me he atrevido a saltarme las normas, aunque ganas no me faltan. Todo va más o menos bien, es decir, sobrevivo amarrado a las cadenas de lo políticamente correcto, lo que antes llamaban urbanidad. Pero aquella noche una pulsión interna, tal vez avivada por el lado oscuro de la fuerza, esa cara oculta que todos tenemos, me empujó a cruzar el puente del barrio de Triana sin titubear.

La adrenalina de lo prohibido, escarlata tentación para quienes no se conforman con lo cotidiano. No ocurrió nada del otro mundo aquel día, pero fue un anticipo de la sombra que me poseería después. Se llama Julia, aunque entonces aún no lo sabía. La observé al salir de la iglesia. Caminaba despacio hacia un coche. Justo cuando estaba a punto de arrancar el motor, me colé en el vehículo y me senté a su lado sin dejar de mirarla, invitándola a no rechazarme a la primera. La muchacha, mucho más joven de lo que había pensado, comenzó a gritarme y a hacer aspavientos. Fue algo instintivo, puse un beso en su boca y abandoné de ipso facto la escena. Lo hice a propósito. Quería provocarla, despertar su interés hasta el próximo encuentro.

Sin embargo, las cosas fueron de mal en peor. Al día siguiente, le escondí el cubo de la fregona a la latina que limpia el edificio. Le tenía ganas, es cierto. En mi olfato se ha quedado a vivir el olor de su perfume. Esas notas de bergamota macerada como elixir con sabor a besos perversos. “¡Qué buena está la condená!”, y qué ganas tenía de tomarle el pelo, respondí a la voz de mi conciencia que, rápidamente resonó en mi cabeza. “Parece una chiquilla con esos ojazos negros abiertos de par en par, parada en mitad del rellano de la escalera. ¡Qué oportunidad!”, salí de mi apartamento dispuesto a meterle mano, pero en ese momento hizo su aparición ‘La Siniestra’, mi vecina de al lado. La mujer salía del montacargas.

Con esas gafas de culo de botella y el pelo grasiento atrapado en una diadema de carey vieja y descolorida como ella. Esta señora es lo más parecido a la novia de Tutankamón. “¡Se pue ser más fea, pijo!”, me susurró mi fuero interno mientras sostenía la puerta del ascensor al adefesio.

—Doña Blanca, ¿cómo se encuentra? La veo muy joven esta mañana—, le sonrío.

—Tú, sí que eres un chiquillo—, me grita. Cada vez está más teniente la vieja, barrunto.

—Te hace un aperitivo joven. Hace tiempo que no coincidimos ¿Quieres un carajillo o te pongo una Cruz Campo?—, dice la abuela.

—Que sean dos y lo compartimos en la terraza—, contesté guiñándole un ojo para terminar de metérmela en el bolsillo. Se dirigió hacia la cocina embutida en su bata de cola. Lo más parecido a una flamenca, como la que tenía sobre el televisor. Menuda joya de colección. Esto ya no se fabrica y encima funciona como su dueña, se me escapó una sonrisa perversa, recuerdo.

Agarré el aparato a pulso y me aproximé por detrás para lanzárselo con fuerza a la vieja, que miraba minuciosamente el interior de su frigorífico. No soporto ese hábito…

No sé muy bien por qué lo hice. Supongo que me traicionó el subconsciente. Una cacatúa menos. Total, le quedaban dos telediarios, me dije al observar su cuerpo sobre el piso de losas de otra época, como ella.

Arrastré el cadáver por el pasillo hasta la habitación del fondo. Tenía hambre, así que hice un paréntesis para tomarme un pincho antes de seguir a mi presa, la morenaza de la limpieza, quien confiaba siguiera con el trapo en la escalera.

Para mi sorpresa, la mulata no estaba. El placer de asesinar a sangre fría a la vieja requería algo de sexo exprés, escuché alto y claro algo que debía ser mi instinto.

Al salir del edificio me sorprendió la silueta de la muchacha de la víspera. Sentada en un banco parece estar leyendo … Después de unos minutos de conversación logré que olvidase del beso, enfrascado como estaba hablándole de literatura y de mi obsesión por la sombra, ese animal irracional que todos escondemos dentro. Se llama Julia y estudiaba diseño.

Le pedí amablemente que me permitiera compartir ese asiento al aire libre, para después invitarla a mi apartamento con la excusa de mostrarle mi biblioteca. No te imaginabas dónde te metías, le dije mientras le arrancaba la ropa interior sin darle ocasión a abrir la boca …  

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