La hamaca

Aquel mes de julio estaba siendo duro. Guillermo acababa de mudarse a un ático en la plaza de Las Flores, con lo que los días que corría algo de brisa se sentía el ser más privilegiado de toda Murcia. España está cociéndose a fuego lento, pensaba mientras se balanceaba lentamente en la hamaca que había instalado en la terraza. En su fuero interno se sentía satisfecho porque por fin había abandonado el nido materno.

Treinta años de maullidos y ladridos en ese cuchitril, suspiró al pensar en su leonera. Y es que para Guillermo, su antiguo dormitorio era una prolongación del patio de vecinos, donde confluían las conversaciones de los inquilinos de cuatro patas de todo el bloque. Alérgico al polvo y a los animales, había sobrevivido las pelechadas de sus vecinos con estoicismo. El domicilio familiar en Alcantarilla estaba en un edifico de cuatro plantas y, en todas las casas tenían una mascota: el caniche de doña Manolita, el bobtail inglés de la maestra, que en realidad era de su hija, las dos panteras -porque eso no son gatos- del primero, y la pareja de cotorras de sus padres. Toda una vida oliendo ese tufo perruno por no hablar de los orines de los felinos, que cada dos por tres se colaban en su cuarto. Esos días ya son historia, sonreía.

En esas estaba cuando observó a un niño que jugaba con un pastor alemán en mitad de la plaza. El pequeño le lanzaba una pelota amarilla y el perro salía a la carrera sin dejar de ladrar. Confío en que no vivan cerca, barruntó desde su atalaya. Una hora después entró a la cocina para prepararse algo de comer. Cuando regresó al balcón se entretuvo un rato cotilleando en las redes sociales hasta que le venció el sueño. Siete horas más tarde se despertó con el gorjeo de unos gorriones.

Al principio le sorprendió verse en la hamaca, pero luego le pareció una idea estupenda para sobrellevar las altas temperaturas. Durante el día cada vez que tenía que atravesar la Gran Vía tenía la sensación de que el asfalto desprendía fuego, así que por las noches se instalaba en aquel rincón y repetía su rutina. De lunes a viernes, sin excepción, siempre a la misma hora, el perro acudía a la plaza con su dueño. “Así da gusto. Tú allí abajo y yo aquí en las alturas, y entre nosotros una amplia distancia”, se decía.

Casi se cae de la hamaca cuando escuchó los ladridos del perro que no dejaba de saltar a su alrededor. Será posible…, justo entonces sintió el olor del humo y al girarse observó las llamas de un fuego que se elevaban desde el quinto piso.. Al mirar hacia abajo descubrió a algunos de sus vecinos que lo observaban desde la calle. En pijama seguían con atención los movimientos de los bomberos que trataban de sofocar el fuego. El pastor alemán lo miraba en silencio hasta que Guillermo le preguntó:
– Amiguito y tú, ¿cómo sabías que yo estaría aquí?
– Guau, guau, guau…

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