Fachada Universidad de Salamanca.
Llevaba al menos un mes con el flamante manual de Derecho Romano cosido al sobaco. Lo siguiente era la convocatoria de gracia previa a su expulsión de la facultad. Solo pensarlo le producía urticaria.
Las horas se disipaban con irreverencia conforme la fecha se aproximaba. En su mesa no cabía un alfiler. Se ausentó de plateas y butacas. La calle ni la olía. Ignoró los cafés, las partidas de mus, el trivial y la caja tonta. Cinco horas le bastaban para dormir. Aquellas luces exultantes como intermitentes no le daban tregua en cuanto el sol hacía su aparición en la meseta castellana.
Centenares de palabras escritas en la lengua de Homero golpeaban su mente como artilleros listos para el examen oral. Óscar lo llamó para avisarle de que podía examinarse quince días después. Prolongar su viacrucis hacia el patíbulo resultaba tentador, aunque también le olía a cadena perpetua.
Los dolores de cabeza mantenían su cráneo asediado. Aceptó a regañadientes la propuesta de Óscar, a quien solo le faltó arrastrarlo de cabeza hacia Fonseca. “Es el único modo de salir de ese infierno”, le dijo.
En el pasillo, que conducía al aula Magna de la antigua sede de Medicina, yacían los cadáveres de las primeras víctimas del polémico profesor. Aquello le pareció la Crónica de una muerte anunciada. Javier lo atravesó en silencio sin despegarse de Óscar, al que seguía como una lapa. Le había pedido que lo acompañase porque necesitaba su apoyo en su bis a bis con Don Pelayo.
El catedrático, quien iba camino del medio siglo, le echó una visual de forma tan sutil que Javier se sintió aún más diminuto al atravesar el ángulo, que separaba la puerta de la tarima donde lo aguardaba su verdugo.
Contestó las dos primeras preguntas como un autómata. El silencio entró en escena a la tercera. Javier no tenía ni pajorera idea de qué le preguntaba, pero a buen seguro que de
la pregunta de marras se incluía en alguno de los tres temas que se había saltado. Echó mano a sus dotes de interpretación para que pareciera un lapsus de memoria. Don Pelayo quiso entrar en su juego y le dijo:
—Ya tienes el aprobado. ¿Quieres ir a por nota?—.
Aquellas palabras fueron música celestial para sus oídos.
—Aprobar ya me parece bien—, le contestó lo más ligero que pudo no fuera a cambiar de idea.
Un sudor frío recorrió su espalda cuando salió de aquel agujero. Óscar aguardaba al otro lado de la puerta. Al abandonar el edificio situado junto al campo de San Francisco, Javier se sentía pletórico, dispuesto a comerse el mundo a mordiscos si hacía falta.
— Prueba superada. Salgamos de aquí cuanto antes ¡Me siento ligero como una pluma!—, increpó a Óscar a carcajadas preso de excitación. —Vamos al cine. Te invito—, agregó mientras enfilaba camino de los multicines sin darle tiempo a reaccionar.
Dos horas después escuchó la voz de Óscar en su oreja:
—Javier, la película ya ha terminado. Despierta—.
Desconcertado aún se levantó mientras abría la boca de par en par. Aunque su estreno en la temporada de exámenes, se merecía una ola como una catedral, tenía poco tiempo para festejar su triunfo porque el próximo oral estaba a la vuelta de la esquina.
Aprovecharon la ocasión para tumbarse sobre la hierba en el Fluvial. Eso sí, antes hicieron una parada técnica en un banco de arenisca de la plaza de Anaya. Entre risas, acordes de guitarras, siestas a la intemperie y litronas bebidas a morro, los jóvenes mataban el tiempo convencidos de que podrían estirar la noche como un chicle.
No recordaba cómo llegó a la cama ni a qué hora se puso en posición horizontal. Sin embargo, jamás olvidaría aquella mañana en la que, sin pensárselo dos veces, agarró aquel juguete ortopédico y lo estampó al vacío. Había soportado el soniquete de aquel artilugio durante los últimos treinta días y ya era hora de cobrarse venganza.
Al día siguiente, un compañero le preguntó mientras desayunaban: \»No escucho tu rana\»—.
— La rana a deshojarse al patio de Escuelas. ¡A hacerle compañía a Fray Luis!
\»No ha sido un acto premeditado. Mi subconsciente me ha traicionado\», le aseguró a Pura, cuando la que entonces era su novia, lo sorprendió con una vaca, empeñada en despertarlo a mugidos.
—Tienen varios modelos. Este año tendrás la granja al completo—.
La epopeya volvió a repetirse, aunque jamás nadie entonó los maitines con la insistencia del insolente renacuajo. Tenía los ojos a medio camino entre la sangre y el fuego. Eran los más parecido a las sirenas de los vehículos de emergencia. Sus cuencas se encendían como los coches patrulla de la Benemérita en plena persecución.
Seguro que alguien hizo algo así en Salamanca. ¡Bien plasmada esa vida estudiantil!
Gracias por tu tiempo y tu comentario.
Se paró el tiempo
Qué recuerdos salmantinos tan maravillosos!
Así es Asunta. Forman parte de nuestra vida.
Con lo poco aficionada que eras al Derecho…
Jajaja … Todo se pega.