Aquella noche se fue a la cama con mono de aventuras. Tenía ganas de sentir la adrenalina en su cuerpo, así que encendió el atrapa sueños y se dispuso a entrar en su universo onírico. Sus amigos ya estarían durmiendo pensando en la excursión del día siguiente. Solo de imaginar la salida del sol en medio de la Patagonia se estremecía doblándose en posición fetal como si de este modo se sintiese más segura.
Santiago y Marina se habían apuntado a la inmersión en la jaula de los tiburones. José estaba tan loco que podía aparecer cubierto con un taparrabos y subido a un paquidermo como el mismísimo Tarzán, pero y ella, ¿en qué ocuparía el tiempo? La excursión al Perito Moreno le atraía mucho, aunque los saltos le imponían respeto. En aquella cabaña de bambú, en mitad de la selva, pensaba que cualquier opción era una temeridad acostumbrada a la quietud de la biblioteca de Aguadulce, el pueblo almeriense, donde se acababa de trasladar tras abandonar el nido materno.
Todo estaba a oscuras, pero aún así podía percibir el eco de unas carcajadas que venían de arriba. Echó mano de los prismáticos y observó las caras de las dos cabecitas que desde el suelo veía en lo alto de la Garganta del Diablo. No podían ser ellos, pero allí estaban los gemelos…, disfrazados de exploradores con esos trajes verdes de manchas, que ella siempre había querido estrenar. Pero, ¿cómo sabían qué vendría aquí?
Acaso ellos no iban a nadar con los blancos. Eso fue lo último de lo que les escuchó hablar en el vestíbulo, antes de que se despidieran de ella para irse a dormir. Aquello tenía que tratarse de una pesadilla. No era posible que la hubieran descubierto en su escapada a los saltos. Sin embargo, pronto descubrió que no estaba soñando. Hizo falta poco, pues en cuestión de segundos, sintió cómo un chorro de agua helada le empapaba hasta los huesos. El impermeable que le había regalado José había resultado inútil.
Al sentirse descubierta, Elisa no se lo pensó dos veces y se subió ligera al tren que atravesaba el parque hasta Dos Hermanas, donde se encontraba una de las cataratas. Fascinada ante esta maravilla de la naturaleza, que -al otro lado del charco- la obsequiaba con una temperatura envidiable, Elisa se sentía ligera como una pluma.
Tomó aire y se desabrochó el arnés de seguridad que la sujetaba al filo del mirador. Era la oportunidad de su vida. Siempre huyendo de los retos y lo desconocido, instalada en su segura zona de confort, observó los pasos que separaban sus pies del vacío y sintió un hormigueo en la boca del estómago, un fuerte pinchazo en el pecho y una sensación de pánico, que le resultaba familiar.
“Estoy volando. Soy un gran pájaro… Es una sensación tan etérea”, se dijo a sí misma mientras se precipitó hacia el agua en una caída libre desde una altura de unos ochenta metros aproximadamente. “No hay testigos, además, aunque se lo contará a los niños no me creerían capaz de tirarme sola”, se sonrío convencida de que no había rastros de semejante locura. Mejor, así no tendría que dar explicaciones acerca del cómo o el por qué.
Ya en el buffet libre del hotel mientras esperaba que llegase José con los gemelos, Elisa se preguntaba cómo había sido capaz de lanzarse sola desde aquella altura. Acababa de depositar la bandeja sobre una de las mesas del comedor, cuando vio a Marina corriendo hacia ella con un sobre en las manos.
—¿Qué me traes? No me digas que os habéis hecho fotos con los tiburones, preguntó Elisa a la niña, mientras José y Santiago dejaban sus viandas y se sentaban. Marina hizo lo propio y Elisa se dispuso a abrir el sobre:
—Ah, ¡cómo no! Os habéis hechos fotos para inmortalizar el momento. No es para menos. Hay que tener valor—, les dijo ofreciéndoles una amplia sonrisa de complicidad.
Sin embargo, su cara enmudeció en cuanto observó la primera instantánea. Era ella misma saltando horas antes en Iguazú con su bañador de camuflaje, que había adquirido a escondidas en una tienda del barrio de La Boca el día anterior.
—Después de esto no me valen excusas. Hoy mismo nos marcamos un tango—, le dijo José sin parar de reír.